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Zelmar Michelini
21 de mayo de 1976

Caso: Zelmar Michelini



Montevideo esquina Buenos Aires:

1 de julio de 2004
Jorge Elías

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1-7-2004


Lo usaron, dice: “Yo nunca maté a nadie ni torturé a nadie”. Empero, Agustín Efraín Silvera, presunto agente de la Policía Federal Argentina retirado después de siete años de servicio, admite que estuvo implicado, o complicado, en un crimen horrendo, brutal, espantoso. Propio de una era en la cual la vida valía poco. O nada. Como nada, o poco, valían las certezas sobre los autores y las causas. Como poco, o nada, valía la libertad. Nada, o poco, valía todo, en realidad.

“Yo me encargué de Michelini con otra gente –dice el tal Silvera–. Todo lo que tenía que hacer era seguirlo y averiguar dónde iba y a qué hora, y esas cosas. El senador comía casi siempre en un restaurante de la calle Maipú que era de unos uruguayos. Salía del hotel donde vivía, iba al restaurante, almorzaba, a veces volvía al hotel y otras veces iba directamente del restaurante, en taxi o en auto particular, al diario donde trabajaba, La Opinión. CH tenía gente en La Opinión, entre los elementos de seguridad del diario, y ellos le informaban quiénes venían a hablar con el senador y esas cosas. Creo que CH tenía gente también a otro nivel en ese diario, pues hasta sabía cosas que decía Michelini en la redacción y datos así que solamente podían venir de gente de adentro.”

CH era el comisario uruguayo Hugo Campos Hermida. Tanto él como el mayor José Nino Gavazzo y los capitanes Manuel Cordero y Jorge Silveira se vieron amparados en el rechazo del gobierno de Uruguay a un pedido de detención preventiva, con miras a la extradición a la Argentina, cursado el 21 de junio de 2001 por el juez federal Rodolfo Canicoba Corral. Aducía que habían participado de la Operación Cóndor, al igual que el juez español Baltasar Garzón: incluyó a los capitanes Ernesto Rama, Guillermo Ramírez y Ricardo Medina y al mayor Enrique Martínez en el exhorto cursado el 27 de enero de 1997 por la desaparición de unos 200 ciudadanos españoles a manos de fuerzas de seguridad de la Argentina y de Uruguay.

El tal Silvera, autor de un testimonio de apariencia tan verosímil por su aspecto como dudosa por su identidad, dice que temía por su vida. Que había entregado a gente de su confianza una cinta grabada y algunos documentos, sus únicos avales. Y que, desde la cárcel, buscaba un salvoconducto: “...para asegurarme que no me pase nada aquí adentro, porque si ellos quieren, me boletean (liquidan) –señala en el documento–. Lo que quiero es una garantía. Eso es todo”.

No quería terminar como el senador uruguayo Zelmar Michelini, cuyo último empleo había sido como periodista de La Opinión, de Buenos Aires. El diario de Jacobo Timerman, preso sin nombre, celda sin número, como tituló el libro en el cual desgranó el suplicio del secuestro, del calabozo y de la tortura a santo de nada. De la nada usual de aquellos años. El diario iba a ser intervenido y clausurado. En coincidencia con el final precipitado del programa de televisión Tiempo Nuevo, conducido por Bernardo Neustadt, en Canal 11, y con otros cierres e intervenciones supuestamente preventivos.

Michelini, de 52 años, apareció muerto un día después de su cumpleaños, el 21 de mayo de 1976, a las 9.20 de la noche, en una cupé Torino roja abandonada en la esquina de Perito Moreno y Dellepiane, de Buenos Aires. En ella yacían los cuerpos del presidente de la Cámara de Diputados de Uruguay, Héctor Gutiérrez Ruiz, de 51, exiliado en Buenos Aires desde el golpe militar del 27 de junio de 1973 en su país, y de los militantes tupamaros William Whitelaw Blanco, de 29, y Rosario del Carmen Barredo de Schroeder, de 26, uruguayos también, residentes en Buenos Aires desde el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 en Chile. Todos ellos, secuestrados tres días antes, habían sido torturados y baleados; tenían los pies y las manos atadas. Había sido secuestrado, también, Benjamín Liberof, de 55 años, médico, comunista, argentino nacionalizado uruguayo, de paradero desconocido.

“Las pericias realizadas sobre los cadáveres permitieron establecer la identidad de tres de ellos, a saber: Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz y Rosario del Carmen Barredo de Schroeder, concordando los nombres de los occisos con los mencionados en los panfletos hallados en el interior del rodado en los que una agrupación subversiva se adjudicaba la autoría del hecho –decía un comunicado de la Policía Federal Argentina–. Los cadáveres presentaban varios impactos de bala y sus cuerpos se hallaban maniatados.”

Fue una pantalla, empezando por los panfletos. El ministro del Interior, general Albano Harguindeguy, instó de inmediato a una investigación profunda. Tan profunda como vana. Otra pantalla, de modo que todo quedara en nada. En la nada corriente: “Este luctuoso suceso, que no puede tener otro origen que la acción de la subversión que agrede al pueblo argentino, está siendo aprovechado para pretender desprestigiar a la República y trabar el resurgimiento de nuestro país”, decía el 25 de mayo, feriado nacional, un comunicado oficial publicado en los diarios de Buenos Aires. Lo mismo había dicho en Montevideo el comandante en jefe del Ejército de Uruguay, general Julio César Vadora.

Los cadáveres tenían señales de torturas: costillas fracturadas, contusiones, hematomas, huesos rotos del cráneo y meninges desgarradas. Los informes periciales y las autopsias indicaban que Michelini, Gutiérrez Ruiz, Whitelaw Blanco y Barredo de Schroeder habían sido asesinados el mismo día del hallazgo, 21 de mayo, por disparos en el cráneo efectuados a corta distancia.

Tres días antes, el 18 de mayo, a las cinco de la mañana, entre 10 y 12 hombres armados entraron en el hotel Liberty, en la esquina de la avenida Corrientes y la peatonal Florida, de Buenos Aires. Le exigieron al conserje la llave de la habitación número 75, en el séptimo piso, en la que Michelini se alojaba desde 1973. Les dijeron a los empleados que estaban cumpliendo con un operativo de la Marina. Era personal del Ejército argentino, según la querella presentada el 16 de abril de 2004, ante el juez Canicoba Corral, por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) en nombre de los familiares de Michelini y de Gutiérrez Ruiz.

“Zelmar, te llegó tu hora”, espetó uno de ellos en cuanto abrió la puerta.

Lo maniataron y lo vendaron. En la habitación estaban dos de sus hijos, Zelmar Eduardo y Luis Pedro Michelini Delle Piane; los cubrieron con mantas. Y, mientras hacían atados con la máquina de escribir portátil marca Hermes de color rojo de Michelini, los binoculares que solía llevar al hipódromo, un grabador, un proyector de diapositivas, una máquina de afeitar, un reloj pulsera, 100 dólares, un bolso y varias carpetas que contenían artículos periodísticos y correspondencia personal, le preguntaban insistentemente dónde estaban las armas.

“¿Dónde?”, gritaban.
Armas no había.

"Cuando ellos irrumpen estábamos los tres durmiendo –dice uno de los hijos de Michelini en un libro referido a su padre y Gutiérrez Ruiz–. Ni recuerdo la hora. Sé que fue de madrugada. Abrieron con una llave común, que se las dio una persona del hotel, o abrió ella. Entraron varias personas. Me han preguntado varias veces si yo podría distinguirlas y he dicho que no. Yo lo único que me acuerdo es de una cara cuadrada, con un bigote muy espeso, un tipo fortachón, que fue el que irrumpió de campera azul (...) Las últimas palabras que él nos dijo fueron: «Llamen a Louise». Y Louise era justamente una periodista estadounidense que tenía preparada una presión de los Estados Unidos a nivel internacional. Que se hizo y mucho. La presión fue muy grande. Pero totalmente infructuosa."

En esa zona céntrica de Buenos Aires, famosa la avenida Corrientes por ser la calle que nunca duerme, eran habituales los patrulleros policiales. Enfrente del hotel estaba la compañía telefónica estatal ENTEL, custodiada por personal militar, y el edificio que ocupaba la Embajada de los Estados Unidos. Aquella madrugada, el grupo que cometió el secuestro no tuvo inconveniente alguno en estacionar sus vehículos Ford Falcon antes de irrumpir en la habitación de Michelini. Ni en retirar bultos envueltos en sábanas sin exhibir credenciales.

Con apenas tres horas de diferencia, un grupo de características similares que se desplazaba en dos Ford Falcon había entrado en el edificio en donde vivía Gutiérrez Ruiz, en Posadas 1011, cuarto piso, del elegante barrio de La Recoleta, cerca de las embajadas de Brasil, Francia, Rumania e Israel, custodiadas en forma permanente; ni vestirse pudo mientras, esposado y vendado, era arrancado de su habitación. El operativo, en el cual intervino personal de la Policía Federal y de las fuerzas armadas, duró una hora. Robaron dinero, alhajas y documentos. Y cortaron la línea telefónica.

"El llegó a casa, serían las doce y media, y yo todavía no me había acostado –dice la mujer de Gutiérrez Ruiz, Matilde Rodríguez Larreta, en el libro sobre su marido y Michelini–. Y nos fuimos a dormir y, a la hora, esa sensación de que no ha pasado mucho rato, pero no sé exactamente la hora, no miré el reloj. Algunas veces digo una y media, y otras, dos y media o tres. No sé. Golpearon muy fuerte la puerta. Unos golpes brutales. Una puerta antigua en un departamento antiguo. Y nosotros teníamos el dormitorio muy cerca de ahí, y saltamos inmediatamente. Cuando llegamos ya estaba abierta la puerta, abierta a golpes. Y había un hombre muy grande que la había violentado. No sé cómo lo hizo. ¡Era una bestia! Eran ése y cuatro más. Mi visión era de cinco hombres, aunque me puedo equivocar.

El impacto es terrible. Estaban en una actitud absolutamente violenta. Es más, yo siempre pensé que actuaban como drogados, porque una violencia así contra gente que no conocen, que no tienen ni idea de quién es... Estuvieron mucho rato y robaron absolutamente de todo, de todo lo que se pueda imaginar. Estuvieron mucho rato, aunque es difícil calcular cuánto, pero fue más de una hora. Fue muy largo. Mientras tanto mi marido estaba ahí, en el living. Ellos recorrieron toda la casa, entraron en el cuarto de los chicos. Vaciaron todo. Los objetos de valor. ¡Una facilidad brutal para detectarlos! Sabían perfectamente dónde podían encontrarlos y se llevaron todo, todo. Dinero, alhajas, todo lo que pudiera ser de valor. Todo. Hicieron un desvalijamiento de la casa.”

A la mañana siguiente, la mujer de Gutiérrez Ruiz acudió a la comisaría con la intención de radicar la denuncia. Le dijeron: “No pierda tiempo, señora. Haga un hábeas corpus, si quiere. No le va a servir para nada. Va a gastar papel. Pero hágalo”. Al conserje del hotel Liberty, en donde había sido secuestrado Michelini, tampoco quisieron tomarle la denuncia: obtuvo como respuesta que “se les había informado que en las inmediaciones se estaban efectuando diversos operativos conjuntos y el que se denunciaba podía ser uno de ellos”.

En ambos casos, el robo de objetos personales pasó ser un mero extravío. La mujer de Gutiérrez Ruiz envió telegramas al presidente argentino de facto, Jorge Rafael Videla; el ministro Harguindeguy; el jefe de la Policía Federal, y los comandantes de las tres armas. Frente a la presión internacional de los días posteriores, la respuesta del gobierno argentino no pudo ser más evasiva y grotesca: “En ciertos casos, no existen las respectivas denuncias ante las comisarías de la Capital Federal”. Ninguna gestión emprendió, a su vez, el embajador uruguayo en Buenos Aires, Gustavo Magariños, según la querella presentada por los familiares.

"Esta insensibilidad de las autoridades llegó a tal grado que el 22 de mayo de aquel año (un día después del hallazgo de los cadáveres), una hija de Michelini y la señora de Gutiérrez Ruiz debieron labrar ante escribano público actas de manifestación, protesta y notificación con una prolija denuncia de los hechos delictuosos", concluyó la comisión parlamentaria uruguaya que investigó los crímenes. Los domicilios de las víctimas no habían sido visitados por la policía.

En Buenos Aires, Michelini trabajó en la sección de política internacional de los diarios Noticias, primero, y La Opinión, después. En forma simultánea adquirió un kiosco que era atendido por sus hijos. Llevaba una vida muy austera, como consigna el tal Silvera en su documento. Pero se había convertido en uno de los voceros más autorizados de la resistencia uruguaya por denunciar las violaciones de los derechos humanos en su país. El entonces canciller, Juan Carlos Blanco, presionaba al gobierno de Héctor Cámpora con tal de que fuera expulsado, al igual que el senador Enrique Erro, también exiliado.

Poco antes de su secuestro, el 5 de mayo de 1976, Michelini entregó una carta a un redactor de La Opinión, Roberto García. Le pidió que fuera publicada sólo en caso de que le ocurriera algo. Lo presentía, al parecer: “En estos días he recibido amenazas telefónicas anunciándome un posible atentado y, además, mi traslado por la fuerza a Montevideo. Me llega asimismo la información de que el ministro uruguayo Blanco plantearía ante las autoridades argentinas la necesidad de que se me aleje de este país.

No sé cuál puede ser el curso futuro de los acontecimientos, pero en previsión de que efectivamente un comando uruguayo me saque del país, le escribo estas líneas para que usted sepa que no tengo ni he tenido ninguna intención de abandonar la Argentina, y que si el gobierno uruguayo documenta mi presencia en algún lugar del territorio uruguayo, es porque he sido llevado allí, en forma arbitraria, inconsulta y forzada. No sería la primera vez que se intenta hacer aparecer como voluntaria lo que es una actitud impuesta por la prepotencia y el salvajismo. Disculpe esta molestia y le agradezco desde ya el uso que usted haga, si es necesario, de esta confidencia. Su amigo, Zelmar Michelini”.

Dos días después, el 7 de mayo, el canciller Blanco se reunió en Buenos Aires con su par argentino, César Augusto Guzzetti. Fue un viaje relámpago. Posterior a una sesión del Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), de Uruguay, en la cual, según un documento mimeografiado aportado por el senador Alberto Zumarán a la comisión investigadora parlamentaria y el testimonio del arzobispo de Montevideo, Carlos Parteli, se votó el desenlace de Michelini y de Gutiérrez Ruiz. Excepto el presidente de facto, Juan María Bordaberry, y el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, brigadier Dante Paladín, los otros (el ministro del Interior, general Hugo Linares Brum; el ministro de Defensa, Walter Ravenna; el comandante en jefe del Ejército, general Vadora, y el comandante en jefe de la Armada, vicealmirante Víctor González Ibargoyen, así como un militar argentino) decidieron que fueran ejecutados.

Siete años no es nada

Enigmático, el tal Silvera habrá meneado la cabeza en su celda, convencido de que la investigación, alentada por Videla, iba a quedar en nada. En la nada usual de la época. Con la premisa del régimen militar, instaurado apenas 58 días antes de los crímenes de Michelini y de Gutiérrez Ruiz, de orientar, o desviar, la mirada de la opinión pública hacia un callejón sin salida: la virtual participación de los montoneros, de los tupamaros o del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), entre otras facciones izquierdistas que operaban en la clandestinidad, en un asesinato cuádruple que tenía todas las marcas, y las huellas, del terrorismo de Estado. Incipiente aún. Tenía todas las marcas, y las huellas, de una represión que no iba a respetar fronteras, inscripta en los cánones de una sociedad casi anónima entre los servicios de inteligencia de la región: la Operación Cóndor.

"La primera vez que vi a Campos Hermida fue a fines de marzo –dice tal Silvera–. Yo sabía que él era comisario en Montevideo y de «la pesada», pero nunca lo había visto antes, pese a que él prácticamente vivía en Buenos Aires. Según supe después, tenía unos 15 hombres a su cargo, todos uruguayos, sin contar a los de aquí que a veces colaboraban con ellos.”

No menciona la Operación Cóndor el tal Silvera en las nueve carillas, tamaño oficio, del documento redactado con máquina de escribir, aparentemente antes de 1978, en el que traza los detalles de un trabajo sucio que, a pesar de ello, iba a ser “seguro, tranquilo”. En él habla también de la intención de asesinar a otro político uruguayo, Wilson Ferreira Aldunate. Eran dos grupos, al parecer, pero uno falló.
“A Campos Hermida me lo trajo Miguel Castañeda, un ex boxeador que ahora andaba en el bagayo (trabajo sucio) y que [...] conocía a muchos de la Federal –dice el tal Silvera–. Yo estuve siete años en la Federal y Miguel también me conocía de ahí. Campos me dijo que tenía un buen trabajo para el que necesitaba un hombre sin problemas y experimentado. Dijo que era un trabajo seguro, tranquilo, porque estaba palanqueado (manejado) por el general Ojeda, un hombre que tenía mucha banca (peso). Dijo que ellos, los uruguayos, estaban trabajando a todo trapo (en forma intensa) y no podían cubrir todo lo que tenían que hacer, así que a través de un subcomisario apellidado Soria había hablado con Ojeda para que le recomendara unos hombres. Según me dijo Campos, Soria le dijo que Ojeda le había dicho a él, a Soria, que dejaba el asunto en sus manos y Soria había pensado en mí, entre otros. Soria se contactó con Miguel, porque sabía que Miguel era conocido mío, y Miguel me trajo a Campos.”

Dos generales de brigada de apellido Ojeda casi homónimos, Edmundo R. y Edmundo René, figuran en las listas de represores de los años de plomo. Uno de ellos, liberado por la Ley de Punto Final; el otro, liberado por la Ley de Obediencia Debida. Edmundo R. era en el primer semestre de 1976 el jefe de la Subzona 12; estaban bajo su órbita los centros clandestinos de detención La Huerta de Tandil, Monte Pelone, la Brigada de Investigaciones de Las Flores y la Delegación de la Policía Federal en Azul. El otro Ojeda, Edmundo René, estaba procesado por privación ilegítima de la libertad mientras era subcomandante de Institutos Militares; en él funcionaba el centro clandestino de detención Campo de Mayo. El primer Ojeda, fallecido, respondía a órdenes directas del ministro Harguindeguy.

“Nos encontramos un sábado en un bar llamado Unión, en el Bajo, cerca del bar de Edmundo Rivero (cantante de tangos), y Campos Hermida me explicó que se trataba de hacer unos seguimientos –dice el tal Silvera–. Yo sólo tenía que seguir a la gente que él me marcara, averiguar dónde vivían, con quiénes se veían y esas cosas. Me dijo que tenía que pasarle la información a un tal Blanco, también de la Policía uruguaya, que iba a trabajar en lo mismo. Me dijo que me iba a dar unos 300 dólares mensuales y unos pesos para gastos extra. Yo le pedí 400 y él dijo que sí, que no había problema. Después Blanco me dijo que CH tenía una partida de 8000 dólares para esos gastos pero yo nunca pude comprobar eso.”

En el testimonio del tal Silvera aparecen 16 de las 40 personas implicadas, o complicadas, en el crimen, según Rafael Michelini, uno de los 10 hijos de Michelini, senador nacional como su padre, así como contactos frecuentes entre represores argentinos, uruguayos, chilenos y brasileños, y la participación de la Policía Federal Argentina, de la Triple A (organización de ultraderecha creada en agosto de 1973 por el ministro de Bienestar Social de la Argentina, José López Rega, secretario privado de Perón durante el exilio en Madrid) y de la Embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires. No deja de ser un documento extraño. Con tachaduras y correcciones manuscritas. Y seudónimos, muchos seudónimos. Fue hallado casi de casualidad por una exiliada uruguaya en París mientras embalaba sus pertenencias antes de regresar a Montevideo.

“Blanco tenía tres automóviles, por lo menos –dice el tal Silvera–. Un Ford Falcon, que era de la Federal; un Renault rojo, y una Rural, todos con placas de Córdoba, falsas. CH viajaba cada dos por tres a Córdoba y a Tandil, y también a otros lugares, pero preferentemente a Córdoba y a Tandil. Por algunas cosas que me dieron a entender, creo que Tandil era uno de los cuarteles generales que ellos tenían porque cada vez que volvía de Tandil traía instrucciones nuevas. Allí, en Tandil, se veía con Ojeda. Yo no sé qué pito (papel) jugaba Ojeda pero era un tipo importante en el asunto, porque dos por tres CH decía que Ojeda había decidido esto o aquello.”

El único parecido con el tal Silvera que halló un ex agente de la CIA que investigó el caso respondía a un homónimo que había ingresado en la Policía Federal el 1° de noviembre de 1976 y que había egresado el 6 de agosto de 1978. Fechas posteriores al asesinato cuádruple. La ficha número 16.298 dice que nació el 9 de agosto de 1948 en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires. Que medía 1,70 metro de estatura. Que era soltero. Que había completado el cuarto año de la escuela técnica. Curiosamente, los domicilios de los hermanos, en Remedios de Escalada, provincia de Buenos Aires, tenían las numeraciones invertidas, 4521 y 1254. El autor del documento sólo confiesa que tenía una hija que cumplía seis años a fines de abril de 1976. Rafael Michelini descartó esa pista, convencido de que el testimonio era “muy real”, pero el nombre del autor era ficticio.

“En realidad, ellos recibían instrucciones de Montevideo, pero la cosa operativa, por lo menos hasta donde yo me enteré, estaba en Buenos Aires, en las manos de Ojeda –dice el tal Silvera–. Un colaborador de Ojeda al que conocíamos por Tito viajaba dos o tres veces por mes a Brasil y creo que traía dinero de allí también. Nosotros le decíamos «El Brasilero». Aunque siempre lo vi de particular, sé que era militar, pero no sé su grado. Un día a CH se le escapó que había reuniones en Brasil de las que él había participado. El día que dijo eso él estaba con unas copas de más y contó cómo cada vez que iba a Brasil se cogía a una negra que había conocido allí.”

En dos horas matizadas con una sola vuelta de café en un bar del barrio porteño del barrio de Caballito, el presunto Tito, delgado, estatura mediana, pelo entrecano escaso, no hizo más que evadir mis preguntas. Era un militar retirado. Había nacido, como Ojeda, en Concordia, provincia de Entre Ríos. Entre 1976 y 1978, dijo, había asistido a cursos de perfeccionamiento en Bonn y en Colonia, Alemania. Y, por esa razón, adujo que no tenía nada que ver con las muertes de Michelini y de Gutiérrez Ruiz. Ni idea, me dijo: “Mire, primero me llamó por teléfono un general norteamericano con acento puertorriqueño –concedió–. Me dijo que necesitaba mi colaboración. Yo le respondí que no sabía de qué me hablaba. E insistió: «General, yo estoy en su línea». Le dije que no me interesaba el tema y no volvió a llamarme”.

El general norteamericano era el ex agente de la CIA que investigó el caso, presumo. Con él también me reuní con tal de atar los cabos sueltos que legó el tal Silvera en su testimonio. Iba a encontrarse con el presunto Tito en el Florida Garden, bar famoso de Buenos Aires por su clientela. Puro espía. La cita, finalmente, no se concretó. Y el presunto Tito estaba inquieto, aguijoneado por fantasmas de un pasado que, si había sido parte de su historia, no quería revivir. Quería verlo muerto y sepultado, como declaraba muerta y sepultada a la guerra sucia en sí.

“Lo primero que me dio para hacer (Campos Hermida) fue vigilar la sede del Acnur (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), creo que es una oficina de las Naciones Unidas, que está en la calle Suipacha –dice el tal Silvera–. Blanco me llevaba, estábamos ahí un rato y cuando salía alguien que Blanco señalaba, yo lo seguía. A veces iba con Blanco y a veces solo. Estuve unos días haciendo eso en el Acnur, en otra oficina de las Naciones Unidas en la calle Córdoba. CH parecía estar enterado cuando alguien que a él le interesaba iba a ir a uno de esos lugares. Según me dio a entender, ellos tenían información de adentro.”

Relatos de secuestrados en aquellos años señalan a Campos Hermida como uno de los responsables de la represión contra los uruguayos, pero atribuyen al mayor Gavazzo el vínculo con la Operación Cóndor por medio del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA).

El vínculo era ignorado por la mayoría de los uruguayos que, asediada por la dictadura militar implantada desde 1973 en su país, buscaba asilo del otro lado del charco, o del Río de la Plata, a poco más de 40 kilómetros de Montevideo. El vínculo que quedó al descubierto, al menos para unos pocos, con los crímenes del senador Michelini, colorado hasta que fundó con otros el Frente Amplio, y del diputado Gutiérrez Ruiz, del Partido Blanco (Nacional), raptados en forma casi simultánea. En el plan, según el documento del tal Silvera, estuvieron involucrados siete uruguayos, cinco argentinos, un francés, un paraguayo, un chileno y un puertorriqueño, entre otros.

“Los contactos con Blanco y con CH los hacíamos en algunos boliches (bares) y en un local de [...] Rivadavia y [...] Maipú –dice el tal Silvera–. Allí había una oficina de unos uruguayos, una especie de agencia de publicidad o algo así. En realidad, era un local de la Policía uruguaya y ellos usaban la agencia como pantalla. Creo que después del asunto Michelini dejaron de usarla, pero me consta que parte del asunto Michelini se planeó allí, como veremos después. En total seguí a unos ocho tipos, entre ellos dos chilenos. Seis hombres y dos muchachas.”

Gutiérrez Ruiz, una de las víctimas, había denunciado ante parlamentarios europeos las violaciones de los derechos humanos en su país. Lo mismo había hecho, en otros foros internacionales, Michelini. El tercero en la lista del OCOA, Ferreira Aldunate, logró escapar; halló refugio en Europa.

“Un día CH me dijo en la agencia que estaba muy conforme con mi trabajo y que me iba a dar unos pesos extra –dice el tal Silvera–. Yo creo que en realidad ellos me habían estado probando y ahora estaban seguros. Ese mismo día vino el Brasilero a la agencia, acompañado de un [...] uruguayo. Era un oficial de la inteligencia militar que se presentó como Sosa y dijo que traía instrucciones para «apurar las cosas» y que había que hablar urgentemente con Ojeda. Después me vine a enterar que Sosa se refería a lo del senador Michelini y el otro diputado.”

En Uruguay, mientras tanto, era tema de debate la sucesión del presidente de facto, Bordaberry. Había quienes abogaban por el retorno de la democracia, como el ministro de Economía, Alejandro Vegh Villegas; en Buenos Aires mantuvo entrevistas con Michelini, Gutiérrez Ruiz y Ferreira Aldunate. Fue el 9 de mayo de 1976, poco antes de la muerte de dos de ellos. Logró irritar a los militares afectos a la preservación del régimen.

“CH se puso a putear y dijo que allí, en Buenos Aires, el asunto estaba muy caliente y que era muy fácil ordenar cosas desde allá, pero había que estar aquí, en Buenos Aires, para saber cómo eran las cosas –dice el tal Silvera–. Sosa le dijo que se tranquilizara, que él sólo estaba haciendo de emisario y que no se la agarrara con él. CH le dijo que estaban ocupados con los narcos y los tupamaros, y no podían dejar todo a medio hacer, y que si lo hacían a él, a CH, lo iban a colgar de los huevos porque tenía órdenes de llevar 25 para Montevideo y ahora no podían parar el asunto. Después los dos se fueron a Córdoba y volvieron dos días después. CH no volvió a comentar el asunto, al menos no frente a mí, aunque Blanco me dijo que CH estaba muy preocupado porque le habían encomendado un trabajo grande, que podía resultar fulero (peligroso).”


Abrete, Sésamo


En Venancio Flores 3519, esquina Emilio Lamarca, de Buenos Aires, había un taller antiguo de dos plantas. Automotores Orletti, según el cartel del frente. Para los militares argentinos, en conexión con sus pares uruguayos, era El Jardín. Dependía del I Cuerpo de Ejército, a cargo de Carlos Guillermo Suárez Mason. Tenía una puerta grande con cortina metálica de enrollar y, a la izquierda, una puerta blindada con mirilla que se abría en forma mecánica. La consigna, emitida por radio, era Operación Sésamo. Abrete, Sésamo, tal vez.

Una de las sobrevivientes de Automotores Orletti, Margarita Michelini Delle Piane, hija de Zelmar, vio la máquina de escribir portátil de su padre, parte del botín en el secuestro. Arriba había una sala en la que se realizaban los interrogatorios, dirigidos por la Superintendencia de la Policía Federal; otra de torturas, y una terraza en la que tendían ropa. Abajo, el piso de hormigón, sucio de tierra y de grasa, estaba poblado de autos robados y de chasis desparramados. Una roldana pendía sobre un tanque de agua; de ella colgaban a los presos para el submarino (inmersión).

“Blanco hizo un viaje a Montevideo y, como él siempre andaba con los autos, cuando se fue, CH me pidió que le hiciera de chofer hasta que volviera Blanco –dice el tal Silvera–. Lo llevé tres veces a la Superintendencia de Seguridad, a la casa de un tipo de apellido Márquez, Julio César, también uruguayo, y varias veces al Aeroparque a recoger paquetes que le mandaban de Uruguay. CH se entrevistaba seguido con la gente de Seguridad Federal, creo que para coordinar operativos y para intercambiar información. Un día me dijo que la gente de Seguridad Federal estaba trabajando con ellos desde el (año) 71 y que antes que él se ocupara del asunto de los uruguayos en Buenos Aires, Seguridad se ocupaba directamente y pasaba información semanal a Montevideo, tanto a la Jefatura de Policía como a la inteligencia militar. También me enteré que Morán Charquero, un inspector de la policía uruguaya que mataron los tupamaros, había estado desde antes en contacto directo con la gente de Seguridad y del CIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado, SIDE), a través de un periodista español que trabajaba en un diario de Montevideo [...].”

De Automotores Orletti, centro clandestino de detención al cual iban a parar casi todos los uruguayos capturados en Buenos Aires, se ocupaban, del lado uruguayo, el mayor Gavazzo y el director del Servicio de Información de Defensa (SID), general Amauri Prantl, y, del lado argentino, el director de la SIDE, general Otto Carlos Paladino, y el agente Aníbal Gordon, conocedor del paño por haber actuado en la otra orilla con documentos falsos de la Marina de ese país.

“Otro tipo que me enteré había estado en lo mismo era un marino, un tal Nader, que integró durante un tiempo un comando operativo en Montevideo que recibía informaciones de Seguridad sobre viajes de sospechosos uruguayos a Buenos Aires y esas cosas –dice el tal Sivera–. Otro al que CH veía seguido era a un puertorriqueño, Jaime del Castillo, [...] que cumplía no sé qué funciones en la Embajada norteamericana. Este Del Castillo había andado mezclado en algunos líos con Paino, el que denunció a las AAA.”
Salvador Horacio Paino, autoproclamado fundador de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), o Triple A, o Tres A, quedó detenido en forma preventiva el 28 de noviembre de 1983 en Montevideo mientras el juez federal argentino José Nicasio Dibur tramitaba su extradición, invocando el Tratado de Derecho Penal Internacional del 23 de enero de 1889, ratificado el 3 de octubre de 1892 por Uruguay y el 11 de diciembre de 1894 por la Argentina. Negada finalmente por la justicia uruguaya.

Era un militante peronista separado del Ejército en 1955 con el grado de teniente primero, pronto a ser ascendido a capitán. Había sido compañero de promoción de Reynaldo Bignone, el último presidente del denominado Proceso de Reorganización Nacional, y de Cristino Nicolaides, entonces comandante en jefe de la fuerza. Vivía en Carmelo, a unos 150 kilómetros de Montevideo. De la Argentina había huido, rumbo a Brasil, el 1° de marzo de 1979, poco después de un atentado contra su vida. Pensaba radicarse en Uruguay: hasta buscaba trabajo, de modo de afiliarse a una caja de pensiones. Pero encendió el ventilador. Y armó un revuelo de proporciones, al extremo de prestar declaración testimonial en la Embajada argentina, a mediados de octubre de 1983, por haber adjudicado a la Triple A el crimen del secretario general de la Confederación General de Trabajadores (CGT), José Ignacio Rucci, el 25 de septiembre de 1973.

El diario El Día, de Montevideo, publicaba anticipos de un libro de su autoría, Yo fundé la Triple A. En él aseguraba que, en unas 300 operaciones, habían matado a unos 2000 izquierdistas. Entre ellos, el cantante folklórico Jorge Cafrune; el sacerdote Pedro Mujica; el diputado peronista Rodolfo Ortega Peña, director de la revista Militancia, y Silvio Frondizi, hermano del ex presidente argentino Arturo Frondizi. En 1976, decía, la Triple A tenía armas por valor de dos millones de dólares “para enfrentar a los terroristas de izquierda”; estaban en los sótanos del Ministerio de Bienestar Social. Y disponía de dinero a granel, obtenido de la llamada caja chica, con el cual “se contrataba, además, a cientos de confidentes, como porteros de edificios y personas que se hacían pasar por estudiantes”.

Cafrune murió el 31 de enero de 1978, embestido por una camioneta en la ruta 27, cerca de Benavídez, provincia de Buenos Aires; pensaba recorrer a caballo el trayecto de 750 kilómetros entre las ciudades de Buenos Aires y Yapeyú. Por la decisión de liquidar a Ortega Peña, acribillado a tiros en el centro de Buenos Aires, dice Paino que desertó de la Triple A, en 1974. Hasta abril de ese año fue jefe de organización y administración del Ministerio de Bienestar Social. En diciembre de 1973 había recibido la orden de su jefe, López Rega, de crear una estructura armada para combatir el terrorismo: “Me propuso que nos tuteáramos y me planteó lo que quería –dijo en una entrevista con una enviada a Montevideo del semanario Cambio 16, de Madrid–. Según entendí, los terroristas estaban creando mucho descalabro y no se los combatía como había que hacerlo. Quería que nosotros organizáramos algo para hacerles frente”.

La Triple A, o AAA, iba a llamarse Alianza Antiimperialista Argentina. Tenía como objetivo, entre otras ideas descabelladas, la recuperación de las islas Malvinas, aunque fuera por unas horas. Plan desechado, al parecer, por Perón. Eran, en un comienzo, 145 hombres que, a su vez, integraban la custodia personal de López Rega. Estaban organizados en ocho grupos, identificados de la letra A a la H.

“La gente le echa la culpa de los desaparecidos a las Fuerzas Armadas, pero usábamos camionetas en las que pintábamos Ministerio del Interior, Escuela de Caballería o Regimiento 601 –dijo Paino–. En la Triple A no había militares; eran todos de la custodia de López Rega y amigos de él.”
En marzo de 1976, una semana antes del golpe de Estado, una comisión investigadora de la Cámara de Diputados de la Argentina hizo un careo entre Paino y Jorge Conti, ex subsecretario de Prensa y Difusión. Fue en la unidad carcelaria de Villa Devoto, Buenos Aires, en donde un ex funcionario de Bienestar Social, preso, había revelado detalles de la Triple A. Estaban prófugos López Rega y Carlos Villone, su secretario mientras era ministro.

Conti, ex reportero de Canal 11, llegó a ser famoso; hasta tenía su propio club de admiradoras, creado en 1972. Cada semana recibía de ellas una boleta de Prode (Pronósticos Deportivos) que jugaban a su nombre. Después hizo un programa de televisión con Gerardo Sofovich, Las dos campanas, y un vuelo en un avión chárter rumbo a la Argentina en el que obtuvo la única entrevista del momento con Perón. Le había ganado una apuesta a su colega Sergio Villarruel, de Canal 13. Con una condición: el afortunado iba a viajar con el camarógrafo del otro, de modo que ambos canales tuvieran la primicia.
Poco antes, en junio de 1971, Paino había estado alojado en la Unidad 20 del Hospital Neuropsiquiátrico José Borda, de Buenos Aires. “Aparentemente, el informe del médico legista fue minucioso y contundente –escribió el periodista uruguayo Tabaré de Paula–. Diagnosticaba delirios, síntomas de agresividad, un oscurecimiento de la razón que pedía a gritos la reclusión de Salvador Horacio Paino en esa pesadilla con rejas que es la Unidad 20. Pero tanta prosa doctoral encubría una falencia: decía apoyarse en un examen que no había tenido lugar. El autor del referido informe nunca revisó al supuesto demente.”

Demente o no, Paino es nombrado por el tal Silvera en su testimonio a raíz de la relación que tenía con Del Castillo, el supuesto puertorriqueño que frecuentaba las embajadas norteamericanas en Buenos Aires y en Montevideo. Un ex agente de inteligencia norteamericano, ligado a la CIA, llegó a decirme que Del Castillo usaba otro nombre, Richard Vargas, y que estuvo cerca, en su momento, de Vladimiro Montesinos, el monje negro del presidente peruano Alberto Fujimori, y de los paramilitares colombianos.
“Del Castillo se veía regularmente con CH hasta que se fue a Venezuela –dice el tal Silvera–. Creo que aún está [...] allí. Seguramente era un tipo de la CIA. Vestía muy bien, siempre andaba con mucho dinero. Había vivido tres o cuatro años en Montevideo, cuando trabajó en la Embajada de los Estados Unidos en Uruguay. Era muy amigo de Ojeda y todo hace pensar que era uno de los contactos entre Ojeda, CH y otra gente. El también viajaba a Brasil cada dos por tres y algunas veces creo que viajó con CH, según me dijo Blanco.

CH me dijo que un día me iba a llevar con él a Brasil, si es que Ojeda no hacía problemas. Ese Del Castillo tenía un grupo de gente que [...] siempre andaba con él, dos o tres tipos que iban a todos lados con él. Entre ellos, un francés que había estado en Argelia y que, según Blanco, era instructor de tiro. El francés también era de los que viajaban a Córdoba y a Tandil, creo que como custodia o algo así. Después me vine a enterar que tenía una academia de karate en Flores, que a veces CH usaba para hacer reuniones. Allí se reunían CH, Del Castillo y el Brasilero. Yo nunca fui a la academia, pero Blanco sí y Sosa también.”

En caso de ser cierto el testimonio del tal Silvera, la CIA habría estado involucrada en el crimen al igual que otros regímenes militares de la región enrolados en la Operación Cóndor. Tema vedado entonces. Que ha ido cobrando vuelo después. Con declaraciones de los participantes. O de los protagonistas, como el contralmirante uruguayo Eladio Moll: dejó estupefacto al diputado José Mujica, ex tupamaro, miembro de la comisión investigadora de la Cámara. “Tengo el orgullo de decir que usted está ahí y que sus amigos vivieron porque existen unas fuerzas armadas orientales, ya que la orden de los gringos era que no valía la pena que ningún guerrillero viviera después de que se le sacara la información”, espetó. ¿Por qué mataron a Michelini y los otros, entonces? Por ausencia de liderazgo, especuló. O por el factor humano. O por decisiones independientes.

“Sosa había estado varias veces en Buenos Aires –dice el tal Silvera–. Tenía cierta superioridad sobre CH y aunque a CH eso le molestaba, no tenía más remedio que aceptarlo, porque la actividad que los policías uruguayos tienen en la Argentina está supervisada por la inteligencia militar. CH tiene alguna flexibilidad para moverse pero la inteligencia militar le marca los objetivos y él tiene que cumplir. Con CH siempre había problemas porque él en muchas cosas se movía según su propio criterio y nunca daba informes sobre el manejo que hacía del dinero para sueldos y para gastos y Sosa le decía que tuviera cuidado, que anduviera derecho. Sosa, según me enteré, había estado al mando de los grupos que habían llevado gente para Montevideo. Sé que por lo menos en dos oportunidades llevaron gente en el Vapor de la Carrera y otra en un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, desde Ezeiza.”

La violencia dejaba huellas. No tenía marca registrada, sin embargo. La Triple A actuaba como el terrorismo de Estado, pero, en realidad, era una suerte de célula paramilitar de la cual, al parecer, no participaban los mismos represores. Nexos, igualmente, existían. Nexos que López Rega, alias El Brujo por sus creencias en dotes sobrenaturales y por su influencia en la presidenta María Estela Martínez de Perón, alias Isabel, se llevó a la tumba el 9 de junio de 1989. Había nacido el 17 de octubre de 1916. Lo arrestaron en 1986 en los Estados Unidos, después de haber estado prófugo durante una década. Murió en la Argentina mientras esperaba ser juzgado.

“Con Sosa trabajaba en esas cosas otro oficial uruguayo, también del Ejército, llamado Tasca, Juan Manuel Tasca, que vivía en Buenos Aires –dice el tal Silvera–. Este Tasca tenía una fobia enorme contra todos los izquierdistas y estaba encargado, con Sosa y el Márquez que ya mencioné, de los interrogatorios que hacían a la gente que agarraban en Buenos Aires. Para eso tenían una casa por Palermo, que antes había sido un local de la gente de López Rega, las tres A. Para los interrogatorios colaboraba con ellos un paraguayo y me consta que coordinaban algunas cosas con un chileno, que era de la DINA. Este chileno también era un tipo importante y también iba a Superintendencia de vez en cuando. Del Castillo era muy compinche del chileno y muchas veces salían de farra juntos, a veces con CH.”

En abril de 1977 desapareció el periodista Edgardo Sajón, editor coordinador de La Opinión, en donde trabajaba Michelini, y ex secretario de Prensa y Difusión del ex presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse. Paino dijo que no había sido ejecutado por esa organización, sino “por orden de un general que fue ministro del Proceso argentino, porque sabía demasiado de sus asuntos”.

Timerman comenzó a publicar sueltos en la portada del diario que llevaban el título Sajón e informaban brevemente sobre el tiempo transcurrido sin novedades sobre su destino ni sobre su paradero a pesar de las averiguaciones en los organismos de seguridad del Estado. Sajón había investigado sobre la muerte de Michelini; llegó a preguntarle al almirante Emilio Eduardo Massera, uno de los tres miembros de la junta militar, sobre la suerte que había corrido. Su desaparición coincidió con la de otros periodistas, como Rodolfo Fernández Pondal, subdirector del semanario Ultima Clave.

En una reunión con Timerman, Massera dijo que no tenía idea sobre los captores de Sajón. Idéntica respuesta recibió Lanusse de Videla. Después iba a desaparecer Enrique Jara, subdirector de La Opinión. En la portada iba a aparecer un segundo suelto de las mismas características antes de que fuera detenido, y torturado, el mismo Timerman.

Paino había presenciado un atentado contra las rotativas del diario Clarín. Dijo que, fallecido el dueño, Julio Noble, había sido secuestrado un secretario de redacción: “Como precio por la liberación, Clarín debió publicar artículos en los que se atacaba a López Rega; a su yerno, (Raúl) Lastiri, presidente provisional argentino entre julio y octubre de 1973, y a su esposa. Entonces, la Triple A decidió dar el escarmiento”. Desde un auto, en la vereda de enfrente, vio cómo se desarrollaba el operativo: “Los hombres de López Rega entraron en los talleres y rompieron todo lo que pudieron –dijo–. Sin embargo, el diario se siguió editando”.

En el momento del pedido de extradición a la Argentina, denegado por la justicia uruguaya, Paino fue internado en el hospital estatal Maciel, de Montevideo, bajo la custodia de dos agentes de Interpol-Uruguay. Padecía insuficiencia cardíaca. Dado de alta por el médico Jorge Tombo, su mujer, Sofía Ferreira, uruguaya, dijo: “Está perfectamente bien”. Pero el propio jefe de la Policía de Montevideo, coronel Washington Varela, advirtió que debía guardar reposo absoluto y disponer de oxígeno, metabloqueantes, antigorisma de calcio, diuréticos y sedantes.

“En líneas generales puede decirse que Sosa y CH eran la cabeza del grupo –dice el tal Silvera–. Del Castillo era un hombre de enlace con Ojeda y supongo que con la Embajada (de los Estados Unidos) o con la CIA. Blanco y Soria estaban a cargo de los seguimientos y después yo también me encargué de eso. Además Blanco estaba a cargo de los contactos con la gente que pasaba información. Como ya dije había otros 15 hombres, todos uruguayos, a quienes se les encomendaban los operativos. CH salía con ellos muchas veces a buscar gente, pero en esos casos, cuando Sosa estaba en Buenos Aires, el mando lo tenía Sosa. Por lo general, cuando iban a buscar a alguien, encargaban el asunto a gente de la Federal, todos relacionados con Soria. Soria tenía mucha banca arriba y era el hombre que mantenía contactos más estrechos con Ojeda y con el Ministerio del Interior.

Cada vez que iban a hacer algo Soria iba al Ministerio del Interior y avisaba. Ojeda tenía el mando operativo, según ya dije, y había otro tipo, Ramírez, un militar uruguayo creo que general, que nunca vi, pero al que CH y los otros nombraban seguido. Ese Ramírez, por lo que pude averiguar, tenía también mucha banca en Interior y era el que coordinaba con Ojeda. Creo que era un tipo importante, pero por lo que yo sé sólo Sosa, Soria y por supuesto Ojeda hablaban personalmente con él, cuando venía a Buenos Aires. Todos trabajaban con gran apoyo de la Federal y del CIDE (SIDE). El contacto con el CIDE (SIDE) era CH y a veces Sosa, cuando estaba en Buenos Aires. Del Castillo también tenía amigos en el CIDE (SIDE) y en ocasiones acompañaba a CH cuando éste tenía que ir al CIDE (SIDE).”

Era en abril

El plan contra Michelini y Gutiérrez Ruiz, según el tal Silvera, había sido trazado a mediados de abril en un local de Rivadavia y Maipú, en Buenos Aires, rentado por uruguayos, en el cual funcionaba una agencia publicidad o algo por el estilo. Había pertenecido a la Triple A. Campos Hermida y un oficial uruguayo de Inteligencia eran las cabezas del grupo. Otro militar uruguayo, Ramírez, con rango de general, aparentemente, y Ojeda, argentino, cercano al ministro Harguindeguy, estaban encargados de la parte operativa.

“Ahora recuerdo que CH también recibía dinero de los chilenos, porque una vez Blanco y él andaban calientes diciendo que los chilenos no habían pagado todavía –dice el tal Silvera–. Desde el Ministerio del Interior, CH y Sosa llamaban casi diariamente a Montevideo. El que más llamaba era Sosa, pero CH también llamaba.”

Otros involucrados por el tal Silvera: Miguel Castañeda, ex boxeador; un subcomisario de apellido Soria; Blanco, policía; un colaborador de Ojeda llamado Tito o El Brasilero en el testimonio; Julio César Márquez (o Marques); Juan Manuel Tasca, y Del Castillo, el agente de la CIA.

“Fue a mediados de abril cuando CH me dijo que estaban planeando el asunto de Michelini –dice el tal Silvera–. Me lo dijo en la agencia. Estaban Sosa, Soria, Del Castillo, Blanco, Márquez y yo, además de CH. Sosa dijo que Michelini y el otro diputado «eran boleta», pero que ellos no tenían que tocarlos. Según dijo Sosa, todo lo que tenían que hacer era llevarlos a interrogarlos a la casa de Palermo y soltarlos después. El que expuso todo cómo era la cosa fue Sosa. Dijo que ya estaba todo arreglado en Interior y que Ramírez quería que fuese un trabajo limpio, sin problemas. Dijo que Ramírez estaba encargado personalmente del asunto y que sólo respondía ante el Ministerio de su país. Dijo que Ramírez lo había responsabilizado a él del trabajo en Buenos Aires y que Ojeda supervisaba todo. Dijo que lo primero que había que hacer era vigilar a Michelini y al otro para saber si había posibilidad de lograr otras pistas que llevaran a otra gente, además de la que ya estaba marcada. Sosa y CH tenían una lista de unas veinte personas importantes, todas uruguayas, que estaban en contacto con los diputados y querían ver si esa lista se podía ampliar, para llevar más gente a Montevideo o para interrogarlos en Buenos Aires y sacarles más datos.”

Michelini, según el tal Silvera, se había dado cuenta de que estaba vigilándolo. No cambió su rutina, no obstante ello: “El hermano venía a veces de Montevideo y también otra gente vinculada a él y CH sabía con anticipación cuándo venían amigos de Michelini de Montevideo y me avisaba para que estuviera alerta –dice–. Casi todos los días CH, Blanco y también Sosa revisaban la lista de los aviones y además recibían información de Montevideo, sobre viajes, a través de la Embajada uruguaya. Sosa era el que más manejaba esas cosas y desde Interior avisaba a Montevideo cuando la gente que había venido iba a volver y qué estaban haciendo en Buenos Aires y a quiénes veían y esas cosas. Tenían a mucha gente de la Federal trabajando en eso, además de los uruguayos que estaban en Buenos Aires”.
Estaba cada vez más cerca el desenlace. Que el 20 de abril, dice el tal Silvera, aún no tenía fecha. Sosa, en una reunión realizada en el local, montó en cólera: Del Castillo había dicho que su contacto (otro eslabón, anónimo en ese caso) no estaba seguro de la conveniencia, o de la oportunidad, de ejecutar el plan.

“En realidad, CH se limitaba a cumplir órdenes, aunque me parece que el asunto no le gustaba mucho –dice el tal Silvera–. Sosa dijo que el trabajo lo había planeado para que lo hiciera gente argentina y que ya Superintendencia e Interior estaban tomando las medidas del caso. Dijo que había que ir a lo de Michelini y a la casa del otro, Gutiérrez, a la misma hora y que otro grupo trataría de encargarse de Ferreira Aldunate, otro político uruguayo que estaba en Buenos Aires. Dijo que en total participarían unos 40 hombres, todos argentinos, menos él y otros dos uruguayos que no nombró, que iban a venir de Montevideo y participarían del asunto. Dijo que esos dos hombres que iban a venir eran de Inteligencia Militar, del Ejército. Después uno no vino y lo sustituyó uno de la Marina. Pese a lo que dijo Sosa, a última hora se agregó Márquez y él también participó, creo que por orden del tal Ramírez. CH dijo en esa reunión que lo de Ferreira le parecía una locura. Dijo también que cualquiera de los tres se [...] podía [...] resistir porque no eran ningunos idiotas y que si eso pasaba había que boletearlos y eso iba a causar problemas. Sosa dijo que las órdenes que él tenía eran sacarlos vivos y llevarlos a Palermo. Después, allí, esperarían órdenes.”

Del plan estaban enterados brasileños y chilenos de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), órgano manejado por el coronel Manuel Contreras, uno de los mentores de la Operación Cóndor. Informarles, según Sosa, era parte del acuerdo. Como había sucedido en 1974, según el tal Silvera, con el asesinato del general chileno Carlos Prats y de su mujer, Sofía Cuthbert, exiliados en Buenos Aires tras el derrocamiento de Salvador Allende. En ese momento, los chilenos habían dado cuenta a los uruguayos.

“Sosa se fue unos días a Tandil y cuando vino nos reunimos otra vez en la agencia, creo que el 24 o 25 de abril –dice el tal Silvera–. Sosa dijo que ya estaba todo en marcha y que al otro día él iba a hablar con la gente de Interior para empezar a ver los detalles. Dijo que había 30.000 dólares para mover en el asunto y que después iba a venir más dinero. CH preguntó quién iba a traer el dinero y Sosa y Del Castillo dijeron que ellos lo iban a traer. Me dijeron que siguiera vigilando al senador y CH se encargó de contactarse con un brasileño, no el que mencioné antes, otro, que había estado vinculado a Gutiérrez para averiguar algunas cosas. Parece que ese brasileño había estado asilado en Montevideo pero que ahora trabajaba con la gente de CH y tenía mucha información.”

Al tal Silvera comenzó a olerle mal el asunto. Asunto que, con el camino recorrido, estaba muy caliente, admite. “En cualquier momento se hacía”, dice. Habló con Blanco y con Soria sobre sus reparos en «boletear» a un senador y a un diputado, nombrándolos genéricamente como los diputados. Le respondió uno de ellos que estaba loco, que no iba a ocurrir algo así. Le aconsejó que se retirara si no estaba seguro. Campos Hermida, aparentemente, supo de sus dudas.

Dice el tal Silvera: “Más o menos cuatro días después me sacaron del seguimiento a Michelini y me mandaron a Córdoba a buscar unos fierros (armas) que me dio otro uruguayo al que llamaban Pedro, que según me enteré después también era de la Policía y se llamaba Sánchez. [...] Héctor Sánchez. Ese Sánchez vivía en Córdoba y pasaba allí como vendedor de libros pero tenía cuatro hombres trabajando con él vigilando a chilenos y uruguayos. Los fierros que me dio los traje en el Ford Falcon de Blanco y se los di a CH. Eran tres ametralladoras y seis o siete 45. No estoy seguro porque me las dieron empaquetadas en un cajón y ni siquiera las miré. CH me dio 200 dólares por ese trabajo, me pagó los gastos que había tenido en Córdoba y todavía me dio 50.000 argentinos para que le comprara algo a mi piba, que ese día cumplía 6 años.”

Fue una de las últimas colaboraciones del tal Silvera para el caso Michelini-Gutiérrez Ruiz, según dice. Supo después que, una vez secuestrados, habían sido llevados a Palermo (a Automotores Orletti, en realidad) y, de allí, a un regimiento. Obró en el ínterin de mensajero. En una ocasión, llevando de parte de Campos Hermida una caja de zapatos llena de cintas grabadas a Del Castillo, en la Embajada norteamericana, y un paquete, a su vez, que, pensaba, tenía dinero.

“Después me siguieron dando cosas así hasta que el 12 o 14 de mayo, más o menos, no recuerdo muy bien, CH me dijo que él viajaba a Montevideo y que iba a esperar allí unos días –dice el tal Silvera–. Durante todo ese tiempo no volvieron a hablar para nada conmigo del asunto de Michelini y no volví a ver ni a CH, ni a Soria [...] ni a los otros. Sólo hacía contacto con Blanco. Cuando se llevaron a Michelini y al otro me enteré por los diarios. Y también por los diarios me enteré que habían aparecido los cadáveres. Fui a la agencia a buscar a Blanco y Blanco me llevó a ver a CH. Le dije que ya no quería seguir, pero antes de hablar con él llegó Soria y fue entonces cuando me dijo que me cuidara, porque podía meterme en un lío, como cabeza de turco. Le dije a CH que [...] largaba y me fui a casa.”

País de paradojas


Dos calles de Montevideo llevan el nombre de Zelmar Michelini y de Héctor Gutiérrez Ruiz, según dispuso la Intendencia en 1985. Los sepelios de ambos se realizaron en cementerios distintos y a horas distintas de las fijadas, de modo de evitar disturbios. En los diarios uruguayos sólo pudieron publicarse avisos fúnebres de familiares y de amigos, no de carácter político. A los familiares de las otras dos víctimas halladas en el mismo auto, William Whitelaw Blanco y Rosario del Carmen Barredo de Schroeder, se les negó el derecho de velarlos.

“País de paradojas, digo, donde los asesinos de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz pueden pasearse tranquilamente, impunemente, por calles que llevan el nombre de Zelmar Michelini y de Héctor Gutiérrez Ruiz –dijo el escritor uruguayo Eduardo Galeano–. País de paradojas donde muchos políticos denuncian, en los más airados términos, la ineficiencia del Estado, después de que esos mismos políticos, o por lo menos sus partidos, han hinchado al Estado de parásitos y de burócratas inútiles que ejercen la viveza criolla a costa del país.”

En el cementerio Central, en el cual se realizó el sepelio de Michelini, la Guardia Republicana (policía montada) disolvió a la gente que se congregaba en la puerta. Del ataúd de Gutiérrez Ruiz, en el cementerio del Buceo, la policía arrebató la bandera uruguaya en la que estaba envuelto.

Mario Heber, presidente del directorio del Partido Blanco, al que pertenecía Gutiérrez Ruiz, quedó detenido. El gobierno uruguayo no emitió comunicado alguno sobre la muerte de ambos, ex ministro y ex senador uno, ex presidente de la Cámara de Diputados el otro, ignorándolos.

Michelini había nacido el 20 de mayo de 1924 en Montevideo. Presidió la Federación de Estudiantes Universitarios de Uruguay en los cuarenta. Abrazó brevemente la actividad sindical, como dirigente bancario, y fue secretario de Luis Batlle Berres mientras ejercía la presidencia de la república, entre 1947 y 1951. Al año siguiente ingresó en el Parlamento por el Partido Colorado. En 1967, como representante de la Agrupación 99, fundada por él dentro del partido, llegó a ser senador. Durante el gobierno de Oscar Gestido fue ministro de Industria y Comercio; renunció en desacuerdo con la adopción de medidas de seguridad y retornó al Senado. En noviembre de 1971 fue reelegido senador por el Frente Amplio, coalición de izquierda fundada a principios de febrero de ese año. Poco después, el 17 de abril de 1972, un proyectil tirado con un lanzagranadas provocó destrozos en su casa; entre ellos, la rotura de un ventanal sobre la cuna de uno de sus hijos. Antes, un grupo de desconocidos había intentado incendiar su vehículo particular, estacionado frente a su domicilio.

Gutiérrez Ruiz había nacido el 21 de febrero de 1934 en Montevideo. Desde joven militaba en el Partido Nacional. En 1962, con otros muchachos blancos, fundó el Movimiento 8 de Abril, fecha conmemorativa de la muerte del caudillo blanco Luis Alberto de Herrera. Tiempo después, con dos dirigentes del partido, reeditó el diario El Debate, cuya dirección integró hasta su clausura definitiva en diciembre de 1967 por decisión del entonces presidente uruguayo, Jorge Pacheco Areco. Fue elegido diputado en 1966. En 1971 fue reelegido y, en 1972, al comienzo de las sesiones parlamentarias, fue nombrado presidente de la Cámara en medio de un duro enfrentamiento con el presidente de facto Bordaberry. Lo reeligieron presidente del cuerpo en 1973; ya era miembro del Parlamento Latinoamericano (Parlatino).
Bordaberry disolvió el 26 de junio de 1973 las cámaras legislativas uruguayas. Michelini había viajado a Buenos Aires, a pedido del Frente Amplio, para advertirle al senador uruguayo Erro sobre el riesgo que implicaba regresar a su país. Decidió quedarse y pedir asilo político, concedido por el gobierno argentino el 13 de septiembre de 1973. Gutiérrez Ruiz también se exilió en Buenos Aires después de haber vivido cinco días como clandestino en su propio país.

En Montevideo, Elisa Lucía Michelini Delle Piane, la hija mayor de Zelmar, fue detenida y llevada al Grupo de Artillería 1 bajo la sospecha de haber sido parte de Tupamaros. En una carta dirigida al doctor Carlos Quijano, el 13 de abril de 1975, decía Michelini: “Mis cosas, igual; la hija sigue muy mal tratada. La quieren enloquecer y a mí también. Le aseguro que todo ese proceso me tiene muy angustiado pues es evidente que la tienen como rehén”.

La situación de su hija había sido motivo de preocupación en sucesivas cartas que no lograron atenuar su angustia:

• 18 de marzo de 1975: “Esta semana pasada ha sido tremenda, pues he estado con... muchas preocupaciones... De Cabildo se llevó una patrulla militar a mi hija a un cuartel y no hemos sabido nada de ella desde hace una semana. La están interrogando y no sabemos sobre qué, aún cuando sabemos muy de qué manera y con qué procedimientos. Te imaginarás mis nervios, mi preocupación, mi rabia, mi impotencia. Toda ha sido tremendo y todavía no ha esclarecido...”
• 19 de marzo de 1975: ”De mi hija ninguna noticia. Hoy, miércoles 19, sigo sin saber nada. Y ya hace 10 días que se la llevaron. Recuerda que hace 30 meses (!!) que está presa y la sacan, la trasladan a un cuartel, ¿para qué? Además, el dato revelador de que algo traman: cada vez que la madre o algún abogado preguntan por ella, la respuesta es la misma: ¿se trata de la hija del senador? Para esto, como verás sigo siendo senador (!!)”
• 24 de marzo de 1975: ”La han vuelto a torturar, después de 30 meses de tenerla detenida (!!). Me han dicho los abogados que quedó bastante mal, pero que lo peor ya pasó, la madre no ha podido verla. Dicen que la tienen «recuperando.»”
• 29 de marzo de 1975: ”De Eli, ninguna novedad. Sabemos que la han torturado, picana, submarino, golpes, plantón y la pobrecita tarda en recuperarse...”
• 10 de abril de 1975: ”De Eli, las noticias son todas aterradoras. No la han podido ver, no tiene visita. Se sabe que le hicieron todo lo que te conté, golpes, plantón, picana, submarino y cualquier atropello. Y ahora, por una compañera de celda, que a su vez le contó a su madre, se sabe que le dijeron que me habían matado y la pobre chiquilina vivió con esa angustia durante días, hasta que se encontró con esa chica que se lo desmintió. Además, le habían dicho que me mataron porque ella se negó a decir las cosas que le preguntaban...”
• 18 de abril de 1975: ”De Eli no hay novedades....Ya van 40 días... He recibido alguna llamadita «jorobona», aconsejándome por «mi bien», no ir a hablar con la gente del Norte...”
• 22 de abril de 1975: ”Hubo alguna otra llamadita respecto a «los inconvenientes que a mis hijos y a mí mismo podría significar esta traición a mi país de ir a quejarme a los yanquis». He resuelto ignorarlas...”
En 1985, a 24 horas de asumir el primer gobierno democrático de Uruguay después de la dictadura, encabezado por Julio María Sanguinetti, la justicia militar decretó la liberación de 111 presos políticos. Entre ellos, Elisa Michelini Delle Piane, detenida con otras 10 mujeres en el centro militar de Punta de Rieles, en las afueras de Montevideo.
A mitad de su testimonio, el tal Silvera dice: “Yo nunca maté a nadie ni torturé a nadie. Asumo la responsabilidad de lo que hice, pero nadie puede llamarme asesino ni torturador y ellos quisieron complicarme en una cosa de esas. El que me avisó fue Sosa. Me dijo que con los líos que se habían armado quizás ellos buscaran una cabeza de turco para aplacar el asunto. Entonces yo fui y le dije a CH que largaba y él me dijo que estaba bien, que era una lástima pero que si yo no quería seguir, que me fuera. Me dio unos mangos (pesos) y fui a casa. Pensaba levantar a la familia y salir de Buenos Aires pero dos horas después de llegar me fueron a buscar de la Federal. Sacaron un asunto viejo a relucir y me llevaron”.
Al final de su testimonio, el tal Silvera dice: “Entonces me fueron a buscar”.
Como si nada. Y él mismo, implicado, o complicado, a santo de nada, en un crimen horrendo, brutal, espantoso, quedó envuelto en la nada. En la nada usual de aquellos años.

Fuentes

Documento sobre el asesinato de Zelmar Michelini, cedido al autor por Rafael Michelini
Hallóse el cadáver de Michelini, diario La Nación, Buenos Aires, 23 de mayo de 1976
Comunicado oficial sobre dos asesinatos, diario La Nación, Buenos Aires, 25 de mayo de 1976
Un gran daño, diario La Nación, Buenos Aires, 30 de mayo de 1976

Querella presentada por familiares de Zelmar Michelini y de Héctor Gutiérrez Ruiz con el patrocinio del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Buenos Aires, 16 de abril de 2004
Claudio Trobo, Asesinato de Estado, ¿Quién mató a Michelini y Gutiérrez Ruiz?, Ediciones del Caballo Perdido, Montevideo, 2003

Jacobo Timerman, Preso sin nombre, celda sin número, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2000
Los asesinatos de los legisladores Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, diario La República, Montevideo, agosto de 2001

Miguel Bonasso, La sombra del Cóndor, diario Página/12, Buenos Aires, 5 de agosto de 2001
Paino busca trabajo en el Uruguay, diario La Nación, Buenos Aires, 17 de septiembre de 1983
Paino no vendrá al país a declarar, diario La Nación, Buenos Aires, 23 de septiembre de 1983
“La Triple A, autora de 2000 muertes”, diario La Nación, Buenos Aires, 28 de octubre de 1983
Dijo que López Rega ordenó asesinar a Jorge Cafrune, diario La Nación, Buenos Aires, 7 de noviembre de 1983

Declaraciones de Paino acerca de la Triple A, diario La Nación, Buenos Aires, 18 de noviembre de 1983
Rechazan imputaciones de Paino, diario La Nación, Buenos Aires, 21 de noviembre de 1983
Fue pedida al Uruguay la extradición de Paino, diario La Nación, Buenos Aires, 2 de diciembre de 1983
Dieron de alta a Paino y ya podría ser devuelto al país, diario La Voz, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1983

Paino sigue internado, diario La Nación, Buenos Aires, 7 de diciembre de 1983
Paino fue alojado en una cárcel uruguaya, diario La Nación, Buenos Aires, 9 de diciembre de 1983
El Uruguay negó la extradición de Salvador Paino, diario La Nación, Buenos Aires, 24 de agosto de 1984
Investigación sobre la AAA, diario Clarín, Buenos Aires, 9 de febrero de 1976
El caso de la Triple A, revista Gente, Buenos Aires, 19 de febrero de 1976
Las muertes y desparaciones fueron excepciones a la regla, semanario Brecha, Montevideo, 31 de julio de 2000

Las FF.AA. liberaron a 111 detenidos políticos, diario La Nación, Buenos Aires, 1° de marzo de 1985
Eduardo Galeano, palabras en la presentación del libro Seregni, la mañana siguiente, semanario Brecha, Montevideo, 25 de julio de 1997.

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