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María Teresa Guzmán
10 de abril de 2002

Caso: María Teresa Guzmán



El lado oscuro del corazón:

1 de octubre de 2003
Jorge Elías

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1-10-2003


La justicia boliviana halló culpable a Jorge Carrasco Jahnsen, director periodístico y accionista mayoritario de El Diario, periódico centenario de La Paz, por el asesinato de su mujer, acaecido en abril de 2002; purgará 30 años en prisión

En la unidad de terapia intensiva de la clínica Virgen de Asunción, de La Paz, reinaba el silencio. No había televisor, ni radio, ni computadora. Nada había, salvo un aparato de sonido monótono, como su monitor, que marcaba el compás de los latidos de Jorge Carrasco Jahnsen, sometido en tres ocasiones a operaciones de by-pass. Tenía el corazón delicado, advertía. Y, ladeado en la cama, se sentía desganado. Estaba detenido, no internado. Y, en principio, no podía ingresar “toda persona ajena a la causa”.

Entró una enfermera, sonriente, y cambió el suero. Entró la médica forense, también sonriente, y tomó nota de su estado de salud. Entró un enfermero, cejijunto, y clavó una jeringa en uno de los tubos. Entre ellos, surcándole el rostro delgado y demacrado con tantas ínfulas como la barba incipiente de un par de días, Carrasco a secas, como suelen llamarlo, decía que se sentía desganado y, también, que era inocente.

“Sólo pido que crean en mí”, me dijo, calmo en apariencia. Habíamos convenido, para flanquear la custodia policial, que yo era un primo, médico de profesión, que había venido a visitarlo desde Buenos Aires. Sobre él pesaban severas sospechas de la autoría intelectual de la muerte de María Teresa Guzmán, su esposa, víctima de una emboscada brutal en la cual voló la parte trasera del vehículo en el que iba a su casa.

Desde entonces, el 10 de abril de 2002, la paz había emigrado de La Paz. Sobre todo, por tratarse de un atentado fríamente calculado, y ejecutado, contra la mujer del director periodístico y accionista mayoritario de El Diario, decano de la prensa de Bolivia. Señalado por Javier Chávez Condori, su chofer durante más de 12 años, como el mentor de la tragedia: dijo que recibió 13.000 dólares de él para deshacerse de ella, editora del suplemento femenino del periódico desde hacía unos tres años.

El juez Francisco Tarquino, presidente del Tribunal de Sentencia Segundo de la ciudad de El Alto, dictó la condena, el 2 de octubre, en medio de la convulsión generada por enfrentamientos entre estudiantes y campesinos con la policía por la llamada guerra del gas: 30 años de prisión sin derecho a indulto en el penal de San Pedro, de La Paz, mientras los abogados defensores aducían que, durante el juicio oral, no había sido demostrada su culpa. “Fue una sentencia política”, dijo Carrasco, víctima, indicó, de haber ventilado, por medio de El Diario, casos de corrupción que afectaban a algunos sectores políticos. Con él purgan en prisión Chávez Condori y Pedro Miranda Colque, detenidos desde el asesinato en el penal de Chonchocoro.

¿Fue un crimen pasional, como sostenía la fiscal Yhilka Hinojosa? Carrasco, detenido el 12 de mayo de 2002 en su propia casa, mentaba réplicas contra la presunta infamia. Un complot, según sus palabras. “Fue una vendetta de la policía”, redondeaba. Y, acomodando los pliegues de las sábanas con el brazo izquierdo, se remontaba a 1992, cuando, recordó, su difunta madre y él pasaron las de Caín por un agente de policía de apellido Carbajal que terminó acusándolo de enemigo público número uno de la fuerza.

Era amigo de su hermana mayor, María Esther, también accionista de El Diario, fundado en 1904. No ajeno a las desgracias. Otra de las tres hermanas de Carrasco, Eliana, resultó milagrosamente ilesa, el 18 de enero de 2002, de un ataque contra su residencia: una bomba estalló en el patio. Su hija había salido tres minutos antes de su habitación. Si no...
“Mi problema con la policía ha sido constante –dijo Carrasco, de 55 años–. Es un hecho que ellos están en la carrera por las estrellas: ocupan un cargo en la Dirección de Tránsito, por ejemplo, y son promovidos al año siguiente. Mi hijo Antonio atropelló a dos personas. Me llamó de inmediato y no tardé en llegar, pero nos hicieron subir a un jeep y tergiversaron todo. Murió una persona, de origen oriental, por una dolencia pulmonar, no por el accidente, y la señora retiró los cargos.”

El Diario en emergencia

Voces del gobierno, de la justicia y de la prensa bolivianas dijeron que, en realidad, aquella persona no se repuso del estado de coma en el que cayó después de haber sido atropellada, junto con su mujer, por Antonio, de 23 años, a cargo del periódico desde la muerte de su madre.

Desde entonces, El Diario llevaba una faja en la portada: “El Diario en emergencia”, decía. Emergencia con la cual no estaba de acuerdo Eliana, acreedora de 350.000 dólares por los cuales inició un pleito: “No sé por qué Jorge tiene problemas con la policía, pero siempre ha sido prepotente, agresivo y violento –dijo–. Yo firmé la venta de mis acciones por presiones, amenazas, amedrentamientos. El nos hizo, a mí y a mi hermana María Esther, un contrato de compraventa por el que iba a pagarme 10.000 dólares mensuales en nueve años; después pasó a 5000. Cumplió durante dos años. Hace tres años que no veo un centavo”.

Carrasco estaba en aprietos. En la etapa preliminar de la investigación por el asesinato de su mujer, fuentes de la Fiscalía dijeron que habían sido indagadas no menos de 35 personas y que todos los caminos conducían a él. El cóctel de medicinas, mientras guardaba cama, amortiguaba el impacto de la mera hipótesis: Fraxparina (anticoagulante), Ametrazole (controla las úlceras gástricas), Diltriacen (evita la hipertensión), Ringer (estimula el flujo sanguíneo), Fluoxetina (antidepresivo), Liputropic (indicado para el colesterol alto) y ansiolíticos (calman la ansiedad).

Decían, no obstante ello, que había intentado suicidarse con una sobredosis de fármacos. Lo había lanzado, como trascendido, el sacerdote jesuita Eduardo Pérez Iribarne, director de Radio Fides. Carrasco reía sin humor: “Nada de eso –dijo–. Llevo siempre, como se acostumbra en los Estados Unidos, una pastilla sublingual colgada al cuello. El día que me detuvieron, a las siete de la mañana, salíamos de casa con mi hijo Antonio y saltó un grupo de seis a ocho encapuchados de un vehículo gris. Nos apuntaron con rifles. Levantamos las manos. A él le pegaron. Sólo pedí, mientras me esposaban, que me dejaran las manos hacia delante. Necesitaba mi medicina; me ahogaba. Se me cayó. Y comenzaron a burlarse de mí. Pedí la presencia de mi abogado y ellos, como si nada, me preguntaban cómo había planificado el crimen de mi señora”.

El delator, Chávez Condori, era, además de chofer, hombre de confianza de Carrasco. Al punto que los empleados de El Diario poco trato tenían con él. “Sólo los saludos de rigor”, dijeron. A María Teresa Guzmán no le caía bien. Quería que fuera despedido, según admitió su viudo: “No sé por qué no me gusta –dijo que solía comentarle–. Yo mismo lo notaba inseguro, nervioso”.

Del susto al asesinato

Desde la prisión de Chonchocoro, Chávez Condori desgranaba la presunta trama del crimen: celos y, asimismo, temor a perder el control del periódico. Con él, como correlato de su confesión, habían sido detenidos cuatro imputados de la autoría material: Miranda Colque, Willy Ajllahuanca Condori, Vicente Poma Apaza y Juan Carlos Riveros Quisque. Todos ellos, salvo Riveros Quisque, tenían antecedentes penales.

La fecha límite, según Chávez Condori, era el 10 de abril de 2002, precisamente. Razón por la cual, según declaró, habría recibido 5000 dólares en febrero, 3000 en otra ocasión y 5000 cinco días después. Un total de 13.000 dólares con los cuales convocó primero a su hermanastro, ex compañero de celda de Poma Apaza y de Miranda Colque en el penal de San Pedro. Quienes, a su vez, contrataron a Riveros Quisque para que condujera el Toyota Corolla dorado, chapa patente número 642-NAD, que aquella noche, poco después de las 22, se interpuso delante del vehículo color plomo en el que iba María Teresa Guzmán en una curva, frente al otrora Parque Zoológico, de modo de que Ajllahuanca Condori pudiera ir por detrás, en otro vehículo, y colocar la carga de 2,3 a 2,7 kilos de dinamita y metralla metálica (mezcla de perdigones y de clavos), de mecha lenta, a la altura del paragolpes, sobre la chapa patente número 1153-TAK, y regresara al vehículo, conducido por Miranda Colque. Dos y dos, divididos, y alertados por Chávez Condori sobre los movimientos de la mujer de Carrasco, empezando por la salida del periódico.

Una vez instalada la carga que iba a estallar varias cuadras después, Poma y Riveros Quisque, en el vehículo que obstaculizaba el tránsito, se alejaron. Al igual que Ajllahuanca Condori y Miranda Colque, por detrás. Tres esquirlas quedaron incrustadas en la espalda de María Teresa Guzmán. Su chofer, Guillermo Zenteno, sufrió un corte en la oreja derecha y una quemadura en el cuello. De milagro se salvó, pero entabló una demanda de 200.000 dólares contra Carrasco.
“Sueño con ella –dijo Carrasco–. Llevábamos una relación normal después de 27 años de matrimonio. Cada día estaba más enamorado. Y la celaba, sí, porque la notaba cada día más linda. Me gustaba verla bien arreglada, pero se arreglaba tanto que me ponía celoso. Tenía devoción por sus hijos.”

En especial, por Antonio. El mayor, Jorge, de 25 años, estudiaba finanzas, marketing y administración de empresas en Tallahasse, Florida. Regresó para los funerales de su madre. “La extraño, la extraño muchísimo –dijo Carrasco–. Saco fuerzas por mis hijos para que todo vuelva a la normalidad. Dejo en manos de Dios el motivo por el que no me tocó a mí. Estoy seguro de que estaba dirigido a mí, no a ella.”
La versión de Chávez Condori indicaba que Carrasco desconfiaba desde enero de su mujer: “Presiento que me engaña porque yo me he dado cuenta –dijo que le habría dicho–. Tienes que volver a buscar a los ñatos (sicarios, en este caso) para hacerla secuestrar y desaparecer, porque ella quiere quedarse con el periódico”.

En ese momento, Chávez Condori se puso en contacto con su hermanastro, coincidente en su declaración del 14 de mayo ante los fiscales y la Policía Técnica Judicial (PTJ) en presencia de su abogada, aduciendo que la idea era asustar a María Teresa Guzmán, no matarla. El motivo, hasta entonces, era la supuesta infidelidad: “Porque caminaba con otra persona”.
La orden habría cambiado, sin embargo. Del susto al asesinato. Y habría comenzado la cadena. Con Miranda Colque, acuciado por deudas. Quien estaba vinculado con Poma Ataza. Y, finalmente, con Riveros Quisque. Carrasco, al parecer, sólo hablaba con su chofer.

Competencia desleal

Miranda Colque, según Ajllahuanca Condori, compró la dinamita, la mecha y los imanes. El, a su vez, compró los perdigones y demás accesorios. Sólo esperaban, el Día D, una señal: la salida de María Teresa Guzmán del periódico, anunciada por teléfono celular por Chávez Condori, mientras Carrasco permanecía un rato más, esa noche, con la premisa de revisar las últimas páginas. En particular, la portada.

“La intención es destruir El Diario –dijo Carrasco–. El día posterior, mi señora tenía que firmar unos papeles para entregar nuestra casa, por la que teníamos que pagar 15.000 dólares por mes de un préstamo que habíamos tomado. Ibamos a mudarnos.”

La deuda rondaba los 600.000 dólares. Una entre varias. Con el fisco y con otros organismos bolivianos existían otras, no calculadas exactamente, que oscilaban entre 5 millones y 6 millones de dólares. Casi el patrimonio del periódico, según Carrasco, heredero de la obra de su padre a pesar de los reclamos de sus hermanas. Una de ellas, Eliana, había sido amenazada por él desde los Estados Unidos mientras requisaba su casa un oficial de justicia en tren de embargar bienes: “Te voy a matar porque es la única forma de que desaparezcas”, dijo que escuchó por teléfono.

Tres días antes de ser arrestado, Carrasco había acusado a la policía de inoperante por no haber hallado a los responsables del asesinato. Poco después, un yatiri (curandero), Bonifacio López, dejó entrever que había hecho algún conjuro a su favor con tal de despistar a los investigadores. En su reducto, según fuentes de la Fiscalía, habían sido hallados recortes de El Diario.

“Desde los tiempos de mi abuela y de mi bisabuela teníamos la costumbre de hacer un sahumerio en los aniversarios de la empresa –dijo Carrasco–. No lo hicimos este año, sí el año pasado. Se encargaba de ello un yatiti con el que yo no tenía trato. A mi esposa no le gustaba la palabra brujo.”

De la clínica Virgen de Asunción, Carrasco pasó a la clínica Copacabana y, por orden del juez Alvaro Melgarejo, al penal de San Pedro. Bajo riesgo, según sus médicos, de un infarto, una hemorragia o, acaso, una embolia. Estaba en un sector exclusivo por el que pagaba 6500 dólares, según el matutino La Razón, competidor de El Diario.

Desleal, según Carrasco. Al punto que, dijo, redujo las tarifas de la publicidad a 200 dólares la página tabloide. Un perjuicio contra El Diario, de formato sábana (o estándar). Obra del presidente del directorio de La Razón, Raúl Garáfulik Gutiérrez, presuntamente confabulado, dijo, con sus hermanas María Esther y Eliana. La otra hermana, Silvia, melliza de él, no había cedido su parte en el periódico, pero, según miembros de la familia, tampoco se llevaba bien con él.

Amenazas habituales

“No tengo miedo porque no hice nada –insistió Carrasco–. A mi esposa la amaba y la protegía. ¿Miedo de qué voy a tener? Hay poderes nefastos metidos en esto. Sueño con ella. Que estamos yendo al gimnasio y que me pellizca cuando miro hacia uno y otro lado con tal de llamar la atención. He sido más ermitaño que otra cosa. De casa al trabajo, siempre. Me quedaba todo el día en el periódico. Los domingos, después de un té con pastelitos, ella iba a ver su papá. Yo tenía una relación distante con mi familia política. En Navidad y Año Nuevo acostumbrábamos usar etiqueta. Apenas abrían los regalos, mi esposa y mis hijos subían a cambiarse y salían. Yo me iba a la cama porque las ediciones del 24 y del 31 de diciembre deben estar listas a las 6 de la tarde. Entiendo que ella recibió amenazas y cartas, lo cual ha sido normal en la vida del periódico, pero esto fue contra mí, no contra mi esposa.”

En El Diario, cuya redacción está en el subsuelo, abundan las cámaras. “No se perdía detalle de nada”, dijo uno de sus editores. Y contó, por ejemplo, que si María Teresa Guzmán iba a una fiesta, el fotógrafo debía informar a Carrasco con quién había estado. Lo revelaba con una condición: que fuera off the record (fuera de reportaje).

Condición aceptable, tratándose de un empleado de él, no de un oficial de la Fiscalía. Que, bajo idéntica consigna, deslizó dos datos clave: que Carrasco, apenas arribó al lugar del crimen, no preguntó por su mujer, sino por su hijo, y que dijo, esa misma noche, que ella iba a preparar la cena cuando, en realidad, habían comido sushi en el periódico con Antonio y la novia de él. “Primó, más que una cuestión económica, un móvil pasional”, concluyó. Y abundó en detalles sobre la posibilidad de que se hubiera provocado a sí mismo una taquicardia con cigarrillos, vedados, y medicinas, en exceso, dados sus problemas cardíacos, de modo de ser internado en una clínica en lugar de ser recluido en prisión.

¿Por qué Carrasco permaneció aquella noche más tiempo que su mujer en el periódico? Dijo él, meticuloso con el diseño, que discrepaba con la diagramación de la portada, dividida en cuatro. Y que quería verla antes de retirarse. Estaba fuera del país el jefe de redacción, Mauricio Carrasco Ayala. No emparentado con la familia a pesar de tener el mismo apellido. Ni, menos aún, con el crimen. Amenazado de muerte, no obstante ello, según trascendió, razón por la cual dejó de trabajar en El Diario en mayo de 2002.

Al padre de Carrasco Jahnsen, Jorge también, muerto en 1988, su mujer solía llamarlo Jorge Corazón de Algodón, aludiendo a Ricardo Corazón de León. Era muy exigente, dijeron. Pero los roces familiares, según Eliana, comenzaron con Enrique, el marido de María Esther. “Jorge era tan envidioso que quería estar sobre mi cuñado”, dijo ella, distanciada de él y de su finada cuñada desde hacía 12 años por desconfianzas mutuas sobre el manejo de dinero.

Dinero que Carrasco, según su sobrino, Jorge Enrique Crespo Carrasco, perdió a granel en el exterior. En el Central Bank of Nigeria, destino, desde 1992, de unos 3,5 millones de dólares, girados a nombre un tal Dr. Steven Nze, con la prerrogativa de cobrar 46,5 millones. Que, finalmente, nunca cobró. Y que, en cierto modo, han enervado a Eliana, divorciada, madre de dos hijos, despojada de la herencia, dijo, mientras exhibía un documento del Servicio Nacional de Registro de Comercio. En él constaba que Carrasco poseía el 62,69 por ciento de las acciones, mientras que ella y su hermana María Esther no tenían más que un 8,08 cada una. Al igual que, curiosamente, la madre de ellos, Elena Janhsen, ya fallecida. En proporciones menores figuraban otros miembros de la sociedad anónima, parientes y no parientes.

Entre los cuales no estaba Antonio, estudiante de derecho en la Universidad del Valle (Univalle) y responsable, de pronto, de El Diario. O, al menos, emergente de las circunstancias después de haberse fogueado en seis meses de ausencia de su padre, por un viaje a los Estados Unidos, con la edición de la revista People en español. “La policía y el ministerio público tendrán que demostrar que mi padre mató a mi madre, porque él es inocente de todo lo que se le acusa”, dijo, de guardapolvo blanco, en la unidad de terapia intensiva de la clínica Virgen de Asunción, la preocupación en un gesto.

Dispuesto a suicidarse

Todo sospechoso, o imputado, es inocente hasta tanto se demuestre su culpa. Entre las dudas de los Carrasco, padre e hijo, prevalecían las posiciones del vehículo y del cuerpo de María Teresa Guzmán después de la explosión, y la virtual presencia de un patrullero en los alrededores, así como las disculpas del jefe de la PTJ, durante el velatorio, por no haber tenido el coraje, aquella noche, de decirles la verdad de inmediato.

“Es insensato –dijo Carrasco desde la cama–. Si fuera culpable, me habría suicidado. Hay mucho show aquí. He ofrecido que venga el FBI y no quieren. Tampoco quieren que intervengan investigadores de Taiwán, de Alemania, de Japón. Y a mi hijo, apenas me arrestaron, le han dicho que soy el culplable.”

Ante ello, Antonio replicó que el policía estaba aseverando, haciéndolo constar en actas, y recibió como respuesta una pregunta filosa: “¿Estás del lado de la justicia o estás del lado de tu padre?” La pelea, según él, había derivado en lo que llamaba degeneración informativa, dando lugar a la crónica roja en la mayoría de los periódicos de Bolivia. Poco habituados, como sus lectores, a atentados de ese calibre. Y, menos que menos, a la participación de personajes de cuello blanco, más propensos a aparecer en las páginas sociales que en las policiales.

Sensación que daba, también, Hernán Terrazas ministro de Información Gubernamental de Bolivia durante la presidencia de Jorge Quiroga: “Se instruyó una investigación inmediata, por medio de la PTJ y de la Fiscalía, que llegó a un resultado 36 días después del atentado”, dijo. A su lado, el entonces viceministro Rafael Antonio Loayza Bueno asentía.

Antes de ser arrestado, Carrasco tenía una audiencia de una hora con Quiroga en la cual iba a entregarle una plaqueta de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) en agradecimiento por una reunión celebrada en La Paz. No asistió, empero. Ni avisó que no iba a asistir. Pensaron entonces, en el gobierno boliviano, que algo no andaba bien. Sobre todo, por no haberla suspendido.

Los empleados de El Diario, periodistas en su mayoría, habían sido blanco de 10 u 11 asaltos, según confiaron. Violentos, por lo general. Al extremo de perder un ojo uno de ellos. Y de temer, mientras tanto, que algo grave pudiera sucederles. Por más que Carrasco, de gritos frecuentes en la redacción seguidos de reacciones capaces de hacer trizas un vidrio, estuviera en la cárcel. Por más que cobraran a cuentagotas sus salarios, “los más bajos del mercado”.

También temía por su vida Eliana, marcada, dijo, por la ambición desmedida de su hermano desde un momento crucial: la división de bienes de El Diario. En la que, dijo, habría utilizado documentos falsos. Argumento aceptado, en tercera instancia, por la Corte Suprema. Marcada, asimismo, por otro momento crucial: la bomba que detonó a comienzos de 2002 en su casa, de la cual se salvó por minutos su hija mayor, de 15 años. Tras la cual señaló a Carrasco, pero, presionada por un juicio por calumnias, debió retirar los cargos por falta de evidencia. Correlato, tiempos ha, de un incidente por el cual debió reposar durante su primer embarazo: “Jorge me pegó y caí al suelo”, dijo.

El primer matrimonio de Carrasco duró poco, según Eliana. Por celos terminó en divorcio, dijo: “María Eugenia Fernández no toleró las restricciones”. Y María Teresa Guzmán, agregó, era vigilada discretamente mientras era soltera y atendía la joyería de su padre.

“El le pegaba –dijo Eliana–. Es muy malo. No ha medido el daño que causó a mis hijos. Y yo he llegado a vender mermeladas con tal de alimentarlos porque, por la edad, no conseguía empleo. Una madre, en estas circunstancias, hace lo que sea.”

En la cama, inquieto e incómodo, Carrasco no tenía la información al instante, como antes. Ni tenía televisor, ni radio, ni computadora. Sólo contaba con Antonio, transmisor, cuando cuadraba, de las novedades de último momento. Estaba por declarar Chávez Condori y pensaba que iba a retractarse. “Como corresponde”, dijo. Pero no. Caló más hondo en su denuncia, corroborada por su hermanastro, y secuaz, Ajllahuanca Condori. Otra espina para un corazón delicado.

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